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Vivo

Una tarde de semana. La gente hace sus vidas normales. Empiezo mi día como todos. Cafecito, desayuno, viaje al trabajo por el mismo camino de siempre. Llegada al trabajo. Los problemas de siempre. Campanitas de navidad. La pregunta del día es si la empresa hará fiesta de fin de año o no. Ordenes de Compra se acumulan en mi escritorio para revisar. Una liquidación mal hecha requiere atención. Miro el cielo desde el patio de la fábrica y lo extraño.
Llega el mediodía y encaro para el campo. Es temprano aun para volar pero ya no soporto la ciudad, los problemas repetidos del trabajo.
Al llegar ya hay un círculo de pilotos tomando mate y mirando el viento. De a poco me despojo de los signos de la ciudad. Los problemas que me pesaban hace un rato desaparecieron de mi mente. Se habrán quedado allá.
Siento mucha paz. Hace calor pero está ventoso. En pocos minutos chapoteamos en una pileta sucia. Por segundos recordamos que deberíamos estar trabajando y el agua de la pileta se pone más fresca, más refrescante.
Cae la tarde y para el viento. Vamos a armar las alas y nos preparamos para salir a volar. Es mi turno de hacerlo cuando ya casi anochece. El sol se entretiene en el horizonte y mientras subimos con el Dragon parece demorarse en él. Nos soltamos a 300 metros y giro hacia el sol para verlo morir. Es una vista hermosa. El sol enorme que unos momentos antes se despedía con todo su esplendor desaparece ante nosotros hasta que no queda nada excepto un resplandor dorado donde hubo un astro fulgurante.
El aire se siente tibio contra mi piel y hay silencio. Juego con el ala y alabeo de un lado a otro.
Recuerdo de pronto que estoy en un planeador y que voy a tener que bajar, tarde o temprano. Asique encaro hacia la pista y hago virajes escarpados de un lado a otro sólo por el gusto de hacerlo. El campo está ante mi y se va haciendo cada vez más grande.
Llega el momento de aterrizar y encaro la final picando el ala. La pista se alza ante mi y aterrizo suavemente.
Cae la noche y todavía hay mucho que hacer, guardar las alas, ordenar el hangar y otras cosas.
Cuando todo está terminado nos juntamos a degustar una cerveza bajo las estrellas. Me siento despierto. Feliz. ¡Vivo!

Cumpleaños aeronáutico

¿Como pasar el mejor cumpleaños posible? Esa disyuntiva me surgió a medida que me acercaba a cumplir 36 años y aparecían distintas opciones. Reunión en casa, cena con amigos en algún lado, familia, etc.
Finalmente opté por hacerme yo mismo un regalo de cumpleaños y pasarlo lo mejor posible donde fuera que me encuentre el día.
Asique celebré el principio de mi cumpleaños con mi amor, mi esposa y mi compañera.A las 5.30 de la mañana la dejé durmiendo en casa y partí. Vi el sol asomarse sobre el Río de la Plata, camino a Flyranch. Mi “hogar” fuera de mi hogar.
A las 7.30 de la mañana estaba volando en el aire quieto de la mañana. El cielo se abría ante mi y me deleitaba con todas las sensaciones que me reencuentro en cada vuelo:
El rugido del Dragon cuando acelera para despegar, el silencio repentino cuando me desengancho y el remolcador se aleja dejándome a merced del viento. El olor a tierra mojada de la mañana que se mezcla con el de nafta que deja el remolcador. El espectáculo de la tierra que despierta y los bancos de nubes que se demoran un rato en la tierra antes de evaporarse. Los horizontes lejanos que se atisban y cambian bajo el capricho de mis alas. El placer increíble de volar y girar en el Aladelta, y ver el mundo entero que se abre ante mí.
Y tarde o temprano llega inevitablemente el momento de aterrizar. Y ahí entran en juego otras emociones: El placer de elegir un punto y aterrizar en él . La excitación de la aproximación y las pequeñas correcciones para un buen aterrizaje. El toque, suave preferiblemente, y luego detenerme con el rostro a pocos centímetros del pasto y esa mezcla de alegría y tristeza por un aterrizaje bien hecho y por haber dejado, por un rato al menos, mi hogar espiritual. Sentir ese "ufa" del chico que llevo adentro que se enoja porque quiere seguir jugando.
Pero cuando pasó todo esto aun era temprano y el día me deparaba muchos placeres más. A todo vuelo sigue una charla, y un mate, y mil anécdotas. Asique pasamos las siguientes horas bajo una arboleda mirando las nubes y los pájaros y charlando con otros pilotos, amigos que apenas conozco en el sentido convencional, pero unidos por esta pasión inagotable que es el vuelo.
Ernest K. Gann, uno de los primeros aviadores escritores, dijo una vez que cuando dos pilotos se conocen pueden pasar dos cosas: Se hacen instantáneamente amigos o eligen, silenciosamente, ser extraños para siempre. En Flyranch me encuentro cada vez que voy con estas personas. Amigos todos, de habernos visto cien veces o una sola.
A falta de más vuelos el día me regaló otros placeres: Incontables charlas, el placer del pasto bajo los pies, ver los vuelos de los pilotos más experimentados que salían a volar en térmicas y volvían con mayor o menor fortuna. El llamado o mensaje de un amigo o amiga que me hacía sonreir, y el espectáculo inagotable de las nubes que nacían, crecían y morían bajo nuestra mirada inquieta.
Hacia la tarde, mientras esperaba el atardecer llegó una terrible tormenta y pasamos mucho tiempo admirándola. Pero de pronto llegó una ráfaga de viento y corrimos entre viento y lluvia a guardar las alas y refugiarnos en el hangar. Luego llegó el granizo y pasamos un largo rato escuchando la lluvia y charlando.
Tormenta sobre Flyranch


Caía la noche y nada más hubiera querido que quedarme en ese lugar, en ese momento incluso. Rodeado de amigos, aviones, olor a lluvia y Alas. Pero tenía a mi familia, a esa otra parte de mi vida que también amo lejos de allí. Asique esperé que la lluvia disminuya un poco y partí.
Iba a mi casa pero dejaba mi otro hogar atrás, y mientras me alejaba hacia el norte rumbo a la ciudad, deseé tener muchos cumpleaños más como este. Llenos de amigos, de vuelos, de amor, de paz.

Tierra mojada

Miami, aeropuerto Opa Locka: El vuelo de hoy consiste en ir desde el aeropuerto de Miami al de Naples, un pequeño pueblo en la costa Oeste de Florida. Hay olor a tierra mojada ya que llovió hace un rato. El cielo está gris por las nubes. Reviso el Cessna 172 matrícula N952AC que me llevará en mi viaje. Tres de sus cuatro asientos van vacíos.
El pequeño motor arranca con un rugido y la hélice frente a mi empieza a girar. Pronto el pequeño avión y yo corremos por la pista. A nuestra espalda, hacia el Oeste, el sol empieza a ocultarse. Mientras trepo, giro el avión para ir a buscarlo. En el cielo aun es de día; abajo mío las luces nocturnas de la ciudad están por todos lados. Más adelante terminan de pronto y todo está oscuro. Son los pantanos del sur de Florida.
Mi avión trepa hacia las nubes y pronto volamos entre ellas. Abro la ventana para tocarlas y un rico aroma invade la cabina. Huelo a tierra mojada, a nafta y otro sabor que no puedo precisar. Cuando saco la mano por la ventanilla la siento humedecerse. Delante de mí no hay nada. Solo el gris de la nube que se torna pálido a medida que sigo subiendo.
De pronto salgo de la capa y me encuentro volando en un mar blanco. Estamos flotando sobre infinitos campos de algodón. 


Estabilizo el avión a unos metros encima de el. Sobre mi el cielo está oscuro y veo brillar algunas estrellas. Justo adelante, el sol que abandonó la tierra, amarillo y naranja, se demora aun en las alturas. A medida que baja sus rayos tocan las nubes y el campo blanco se tiñe de tornasol. Algunas nubes se alzan junto a mí y ahora volamos entre multicolores montañas. Estamos quietos, inmóviles y son ellas las que corren bajo nosotros.
Pronto el sol se va y me deja a oscuras. Mi única luz es ahora el brillo rojizo de los instrumentos y la pálida luz de las estrellas. Me acerco a mi destino así que reduzco la potencia y pico entre las nubes. Otra vez la nada gris. Cuando emerjo de ese mundo extraño me encuentro volando sobre estrellas. Tierra y cielo se confunden. Es la ciudad de Naples que me da la bienvenida. Pronto un cuadrado de luces recorta el aeropuerto y me zambullo en la oscuridad. A pocos metros del piso mi faro de aterrizaje ilumina la pista.
Ahora ruedo entre filas de aviones silenciosos. Detengo el motor y su rugido se apaga lentamente. Salgo del avión y lo recorro con las manos. Huele a tierra mojada, a viento y a sueños dorados. Miro a mí alrededor pero estoy solo en el aeropuerto. Sólo luces azules y sombras inmóviles. Acaricio sus alas por última vez y despacio, avergonzadamente, beso la trompa de mi Pegaso. Me voy, yo también, a dormir. Espero soñar con tierra mojada.
Anibal Baranek

Relato publicado previamente en "Pista 18" y en "Gaceta Aeronáutica" http://www.gacetaeronautica.com

Una tarde en Flyranch

Es el mediodía y el cielo se empieza a llenar de nubes. Los aladeltistas llegan de a poco y pronto lo primeros emprenden la partida. Promete un buen día pero no lo sabrán hasta despegar.
Mientras tanto una pareja espera para hacer un vuelo de bautismo. Grupos de instructores, alumnos, pilotos, aviadores en suma, se entrecruzan entre si.
Circulan mates, facturas y toda comida de ocasión. Los chicos corren y el campo se llena de alas.
Empiezan los despegues y mientras en el cielo se entrecruzan nubes distintas aquí abajo se entrecruzan profesiones distintas. Seres muy distintos unidos por una única pasión: Volar.
Momentos compartidos mirando nubes, discutiendo teorías aerodinámicas o los ultimes juguetes para el piloto moderno.
Los primeros pilotos empiezan a volver e intercambian opioniones expertas. Cada tanto un ruido raro, un aterrizaje violento, concentran la atención de todos los presentes y un silencio cae sobre el campo.
Cae la tarde y los alumnos salen a la pista. Es el momento de volar.

Historia de una nube

Nací un mediodía de verano. Era un día caluroso y húmedo. Primero fueron unas hilachas de vapor, que se confundían con el cielo celeste que me rodeaba.

A medida que pasaban los minutos fui tomando más y más forma. La primer persona que me nombró fue un chiquito que paseaba con la mamá.
"¿Mamá va a llover?" le preguntó. Ella me miró indulgente y negó con la cabeza.
Seguí creciendo y de a poco aparecieron pájaros volando abajo mio. Un paloma atravesó el aire caliente que me alimentaba y se ofendió porque alteró su vuelo. A los pocos minutos una pareja de aguiluchos llegaron y se quedaron girando y girando. Subieron hasta casi rascarme la panza.
Pero después vieron algo allá abajo a lo lejos y me dejaron sóla.
Ahora parecía un gran copo de nieve, toda blanca y redonda, y mis siguientes visitantes fueron unas aladeltas que subieron en mis térmicas, girando y girando. Pero después vieron otra nube más grande y me dejaron sóla otra vez. Mientras se alejaban el hombre que iba en la última ala se giró y me dijo:"Gracias por ayudarnos a volar", y se perdió en el cielo azul y blanco.
Seguí creciendo a medida que pasaba la tarde y me hice alta y gorda, y me llené de grises y negros, ya era una montaña enorme en el cielo. Adentro mio había rayos y truenos, y bajo mi panza empezó a llover.
Otra mamá con otro hijo lo consoló mirándome; "no tengas miedo, enseguida va a parar". Y tenía razón, porque ya me estaba muriendo.
Llegó el atardecer y el sol me iluminó de costado, y de a poco me fue tiñendo de violetas, naranjas y otros colores. Me achicaba cada vez más y me partía en muchos pedazos que se iban alejando con el viento.
Y finalmente el sol se fue, el cielo se tiñó de estrellas y las últimas hebras de vapor fueron desapareciendo. Había llegado la hora de morir.
Mi último pensamiento, antes de evaporarme para siempre en el aire, fue una gran felicidad por haber compartido un dia de verano con otros habitantes del cielo.

Su primer vuelo


Naples, Florida. Marzo del 2001
Hoy me convertí en alguien especial para una persona que nunca volveré a ver. Se llama Sharon y su familia le regaló un vuelo de bautismo por su cumpleaños de 15.
Llegó a la escuela en Naples, Florida bien temprano. La acompañaban los padres, los abuelos y un par de hermanos.
Cuando llegué al hall de la escuela estaban todos esperando. Me presenté y le dije que, como era un típico día de verano en Florida, el aire estaría un poco turbulento pero que no era nada para asustarse. Le dije esto sabiendo que había un Airmet (un boletín especial meteorológico) indicando turbulencia moderada por debajo de 3000 pies. Esto no es nada especial pero para el C-152 en que íbamos a volar iba a significar un movimiento permanente. Pero mi intrépida pasajera estaba dispuesta asique fuimos a la plataforma a buscar nuestro avión.
Mientras hacía el pre vuelo íbamos charlando y le contaba acerca del vuelo. Ibamos a despegar de la pista 5 de Naples y girar a la derecha rumbo al sur, para evitar el espacio del aeropuerto regional de Fort Myers y volar tranquilos. Le dije que probablemente el avión se movería mientras estábamos cerca del piso pero que a medida que subíamos estaría más tranquilo y más fresco.
Pronto rodábamos a la plataforma, yo volando en el asiento de la izquierda y ella en la derecha. La torre nos autorizó el despegue de inmediato y mientras girábamos hacia la costa nos avisaron que teníamos un Lear Jet que iba para la pista. Venía directo hacia nosotros asique tuve que hacer un giro escarpado para esquivarlo y nos pasó a unos metros de distancia. Nada terrible pero demasiado cerca para mi gusto
Una vez que abandonamos el congestionado espacio de Naples me pude dedicar a mi pasajera, preocupado por haberla asustado con la maniobra. Pero ella estaba disfrutando el vuelo y le había gustado ver al avión tan cercano. Había bastante turbulencia pero cuando llegamos a los 2500 pies de altura esta desapareció de pronto y el vuelo se puso muy tranquilo.
Entonces le ofrecí volar el avión con los comandos de su lado y poco a poco empezamos a jugar. Le mostré como girar el avión moviendo los alerones y como subir y bajar moviendo el timón de profundidad. En pocos minutos ella jugaba con el avión mientras que yo la miraba sonriendo, mis brazos cruzados para demostrar que no estaba volando yo el avión.
Sharon parecía indecisa entre mirar para todos lados, mover el avión como un juguete o simplemente relajarse y disfrutar todas las sensaciones y vistas que acompañan un vuelo desde la cabina de mando. Sus ojos, abiertos como globos, como intentando ver más aun, su sonrisa fascinada, sus exclamaciones ocasionales.
Es fácil, cuando uno vuela diariamente, olvidar la maravilla de volar, la fascinación increíble del horizonte que se abre ilimitado ante nosotros, las nubes que aparecen como rocas de vapor, las infinitas cosas que se ven desde lo alto.
Ver la mirada de Sharon me recordó lo afortunado que era de poder ver ese espectáculo cada día.
Volamos unos 40 minutos por el Sur de Naples, vimos las playas de Marco Island, los pantanos interminables que cubren todo el sur de Florida, el color azul oscuro del Golfo de México pero llegó la hora de volver.
Hasta ese momento Sharon había volado prácticamente sola (yo solo la ayudaba operando el compensador, el motor y dándole referencias para que apunte como “volá hacia esa nube”) y todo andaba bastante bien, pero cuando empezamos a bajar el aire se puso turbulento y ella me pidió que vuele yo el avión. Estábamos bajando, en una básica extendida para la pista 23 y el avión se empezó a mover cada vez más. A medida que se movía y maniobrábamos detrás de los otros aviones noté que se iba poniendo blanca. Para evitar que se descomponga abrí una ventana para que entre más aire y eso ayudó un poco. Pero si bien el avión se movía para todos lados nuestra velocidad sobre el piso era baja  y faltaba bastante para llegar a la pista. Era una carrera entre la escasa velocidad del avión y su palidez, que estaba pasando de blanco a amarillo, y si perdía el Cessna, iba a arruinar su regalo de cumpleaños. Cuando faltaban un par de millas para aterrizar, todavía un par de minutos de vuelo tuve una inspiración y empecé a cantarle la música de Top Gun por el intercomunicador ella se empezó a reír, por alguna extraña razón, la idea de un F-14 volando a Mach 2 comparada con nuestro humilde C-152 viajando más lento que un auto la hizo olvidar del susto, y supe que el peligro había pasado.
Hice un aterrizaje suave y en pocos minutos estábamos de vuelta en la rampa donde la esperaba su familia. Al detener el motor le pregunté si había disfrutado el vuelo y Sharon, ya con su piel de color normal, me dijo que le había encantado.
La flamante aviadora bajó del avión y empezó a contar sus aventuras mientras yo aseguraba el -152 y lo preparaba para el siguiente vuelo. Sacaron muchas fotos, una con Sharon y yo frente el avión y partieron para seguir con sus vacaciones antes de volver a su hogar en Boulder, Colorado.
No creo que vuelva a ver a Sharon, su nombre es solo una entrada en las hojas amarillentas de mi libro de vuelo. Pero juntos compartimos una experiencia especial, le di un vuelo inolvidable, una oportunidad única de volar un avión y ser dueña de su destino, y ella me dio a cambio la oportunidad de ver el mundo con sus ojos. Como si yo tampoco hubiera volado y esa tarde hubiera abierto mis alas por primera vez.

La hora mágica


Es un hecho sabido por todos que el tiempo no para por nadie y que al día sigue la noche como el invierno al otoño y la primavera al invierno. Pero en ese transcurrir del tiempo que pasa veloz hay momentos donde el tiempo parece detenerse y nos brinda postales, momentos fijos de dos momentos superpuestos.

Mi sexto vuelo en aladelta despegó del campo a esa hora mágica, especial, en el que el sol ya se ocultó en el horizonte y la tierra se prepara para la noche. En un fin de semana hermoso, en el que vi como compañeros de mis sueños se lanzaban a volar una y otra vez, tuve el privilegio de hacer el último vuelo del día. No fue un honor buscado sino consecuencia de llegar último al campo aunque, reconozco, los dos vuelos que había hecho el día anterior habían atenuado un poco mi necesidad de volar. Eso no quiere decir que le hubiera cedido mi lugar a nadie. Sólo que pude esperar mi turno sin demasiada ansiedad.

Cuando aterrizó el alumno anterior el sol ya se había escondido en el horizonte. Los preparativos del lanzamiento fueron más rápidos que otras veces. De a poco se hace más fácil meterse en el arnés, acomodarse los guantes y el casco y acomodar el cuerpo para el lanzamiento.


Finalmente llegó el momento y con un "buen vuelo" a modo de pistola de largada el Dragonfly dio potencia y arrancamos la carrera. Otra vez el pasto que corría veloz a pocos centímetros de mis ojos y luego este se alejó abriendo otra vez el horizonte. El aire estaba calmo, sin un movimiento. A medida que subíamos el horizonte se extendió ante nosotros mientras corríamos a buscar el sol. En el Oeste la mancha rojiza que había dejado pareció hacerse más sólida y supe que si hubiera subido con un cohete podría haber encontrado nuevamente al sol, allí en su escondite tras la curva del horizonte.
Pero volábamos un aladelta, no un taxi espacial, y nuestro vector de lanzamiento no eran un par de cohetes Saturno V sino el sufrido Rotax del Dragonfly. Asique ante la imposibilidad de devolvernos el sol de esta tarde de invierno, nuestro amable Dragón se contentó con girar ante nosotros y mostrarnos La Hora Mágica en todo su esplendor:
Bajo nosotros la ruta 2 estaba llena de autos, sus luces blancas como pequeños haces. Hacia el Este la ciudad de La Plata encendida y a lo lejos el brillo de Buenos Aires. Allí abajo a solo 500 metros de nuestras alas ya era de noche, pero acá arriba, mecidos por el aire frío del atardecer, volábamos en la luz. Había tanto por ver que casi resentía la necesidad de vigilar el remolque. La conversación, normalmente animada entre instructor y alumno, pareció detenerse junto con el tiempo. Estábamos detenidos en un momento sin tiempo, espacio inmóvil que sin embargo giraba ante nosotros casi como sin intervención.

Hubiera vivido en este lugar por siempre y hubiera sido feliz. Suspendidos en el cielo no había ayer, ni hoy, ni día, ni noche. Sólo un momento eterno cuando el día y la noche vivían juntos y se mostraban ante nosotros en su gran belleza. Los enormes espacios del día, los oscuros secretos de la noche, interrumpidos de vez en cuando por diamantes de luz que iluminaban lugares especiales. Sobre nosotros las estrellas más brillantes empezaban a llenar el cielo.

Abajo nuestro la pista se iba oscureciendo. Siempre disfruté volar al atardecer, y en esta tarde de invierno, dando mis primeros pasos a esta forma de volar que es casi un arte, más que una ciencia, me reencontré con mi vieja amiga la noche. Volaba otra vez, entre sol, viento y estrellas.
Pero, para bien o para mal, llegó el momento de soltarnos y al desengancharnos el tiempo pareció volver a fluir. Otra vez me dediqué a aprender el manejo del ala, a hacer correcciones y redescubrir principios olvidados de mis primeros vuelos a motor. Y rápido, muy rápido, nos acercamos a la pista y Willy tomó el control. Aterrizamos en la pista en penumbras, bajo un cielo oscuro y lleno de estrellas. Como si fuera una señal se prendieron las luces del hangar. Había llegado la noche.

Mis primeros vuelos en aladelta

Siempre soñé con volar. En mis fantasías volaba como Superman y era uno con el cielo. Con los años esas fantasías me llevaron a recorrer lugares y experimentar grandes vuelos, estos si, de verdad.

A los 17 despegué por primera vez en la cabina de un avión, un Cessna 152, el LV-OOJ. En ese vuelo pasó algo mágico que no descubrí hasta mucho tiempo después, y es que una parte de mi corazón se quedó ahí arriba, jugando entre las nubes.

Hoy tengo 35 años y más de 1500 horas volando aviones como ese Cessna de mi adolescencia. Volé en aviones chicos y grandes, mono y bimotores, de día y de noche, con buen y mal tiempo. Volé una vez en helicóptero y, hace no mucho, en un parapente. Volé en un planeador e hice algunos vuelos en ultraliviano. Y disfruté la excitación de la caída libre que acompaña al salto en paracaídas.

En cada vuelo me sentí feliz de estar ahí arriba, tanto si era el valiente piloto resolviendo una emergencia o aterrizando con precisión en medio de la noche, como cuando era un pasajero cualunque, mirando por la ventanilla de un 737 que despegaba.

Pero en esta larga jornada hubo un modo de volar que siempre quise probar: el aladelta.

¿Que tiene de especial un aladelta que lo hace diferente de todas esas otras formas de volar? Es difícil de explicar. Tal vez la imagen del piloto recostado baja el ala, dueño de su destino, tal vez la fascinación para el piloto acostumbrado a volar en una cabina, de sentir el viento en la cara, sin otro instrumento que el cuerpo.

Tal vez la fascinación de ser artífice de mi destino y volar mientras me habilidad me permita encontrar térmicas que me sostengan y no mientras el combustible no se acabe.

Sea por la razón que sea ayer, día de mi primer vuelo en aladelta, estaba excitado como un chico en vísperas de navidad. Miraba los reportes meteorológicos y los sutiles indicadores del viento por la ventana de mi casa.

Cuando llegué al campo la plataforma estaba llena de alas y mientras caminaba hacia ellas vi como el Dragonfly (el avión remolcador) llevaba una para lo alto. Hay algo mágico en esos dos pájaros que se elevan atados por una delgada soga, el primero ruidoso y desgarbado, con un piloto sentado a horcajadas, el segundo siguiéndolo en silencio, un piloto acostado y haciendo suaves movimientos para seguirlo.

Me reuní con mi instructor y empezamos el briefing. Hablamos del vuelo, del curso, de lo que haríamos y cómo. De que hacer y que no. De los errores más comunes, del vuelo en general.

Finalmente llegó el momento del despegue. Estábamos montados en nuestros respectivos arneses y colgados del ala, yo debajo y el arriba. La pista abierta por delante nuestro. Yo solo veía el pasto, el avión a unos metros adelante y poco más.

El Dragonfly aceleró el motor y la cuerda que nos remolcaba se tensó. Empezamos a correr más rápido y en pocos metros despegamos. El viento me hacia llorar los ojos, o era la emoción de volar otra vez, y mi campo de visión se fue ampliando. El instructor volaba en esta fase del vuelo y me iba señalando cosas. Yo miraba para todos lados y trataba de entender que pasaba. El remolcador se movía adelante nuestro. Hay una posición ideal de remolque y que consiste en que el aladelta vaya ligeramente atrás y ligeramente a la izquierda del Dragonfly. El significado de “ligeramente” solo puede entenderse experimentando la sensación. Hay referencias que se van usando pero cuesta entender todo.

Si bien la experiencia de volar me resultaba familiar, el hecho de no tener instrumentos que me informen o la cabina del avión alrededor me desorientaba un poco. Me sentía como desnudo. No sabía a que altura volábamos (sólo que nos iban a soltar a unos 2000 pies o 600 metros del piso) ni a que velocidad. Además el aladelta se vuela de forma totalmente distinta al avión. En el segundo el piloto opera comandos, principalmente la palanca o yoke, los pedales que manejan el timón de dirección y el motor. En el aladelta el piloto desplaza su cuerpo y eso hace que ala gire, suba y baje y acelere o frene. Como dicen los instructores, el cuerpo es el comando. Y la vista, el oído y los otros sentidos son los indicadores.

Me sentía raro colgado ahí. En un momento me solté de la barra de comando y dejé caer mis brazos, colgaba a metros del piso y el viento me pegaba en la cara. Ya estábamos altos asique se veía muchísimo. Hacia un lado estaba la ciudad de La plata y el Rio de la Plata. Me sentía cómodo, sentía que el aire me sostenía y el viento en la cara acentuaba la sensación de volar.

Era como andar en moto pero más alto. Como soñar, pero despierto.

Finalmente llegó el momento de desengancharnos del remolcador y con un “snap” soltamos el cabo. En segundos despareció el ruido de corta pasto del Dragonfly y el aladelta pareció frenarse en el aire. Ahora todo estaba silencioso.

En ese momento empezamos formalmente la lección. El instructor me empezó a explicar y empezamos el vuelo. Hicimos giros y me mostró una pérdida de sustentación. Fuimos maniobrando y probando cosas. Paradójicamente no me quedó demasiado registro de esta fase del vuelo ya que estaba demasiado concentrado en aprender. Pensando en esa parte me pregunto si estaba todo tan silencioso como supuse que estaría, pero no lo se. Creo que escuchaba un sonido, la voz del viento, pero sus palabras no significaban nada para mí. De alguna forma era un extraño. Seguramente con el tiempo iré aprendiendo.

Intenté maniobrar con mi cuerpo como me explicaba mi instructor y por momentos el aladelta parecía hacer lo que yo quería que hiciera. Pero no me da vergüenza decir que en este primer encuentro entre el jinete y su montura ganó la montura. Por lejos.

Demasiado pronto se hizo la hora de aterrizar y, a medida que perdíamos altura, mi instructor tomó definitivamente el comando y pronto estábamos en una inicial por izquierda. Esta fue la única fase del vuelo que me pareció familiar. Cuando estábamos en una final corta picamos el ala para asegurar el control en los últimos metros de altura. El suelo se acercó y se siguió acercando hasta que nivelamos con el pasto de la pista a pocos centímetros de mi nariz. Finalmente el ala se posó sobre unas ruedas montadas en el trapecio y se detuvo.

Fue como despertar de un sueño. Un sueño de viento, sol, pasto y tierra. De sonidos raros, de imágenes familiares

Finalmente me saqué con trabajo el arnés que me ataba al ala y me quedé parado unos momentos.

Mientras intentaba entender todo lo que había pasado en los pocos minutos de vuelo mi instructor me dijo que había tiempo para un segundo vuelo y acepté encantado.

En ese segundo vuelo volví a experimentar todo pero con más detalle. La imagen que me quedó de ese segundo vuelo fue el sol sobre el horizonte, anaranjado y enorme y el cielo despejado alrededor nuestro. Y la imagen hermosa del Dragonfly volando adelante nuestro y, luego de soltarnos, desciendo rápidamente rumbo a la pista.

Esta vez cuando bajamos si abandonamos la pista y mientras caía la noche desarmamos el aladelta.

Hoy es el día

Es un martes cualquiera. Llego al aeropuerto de San Fernando a las 10 de la mañana. La plataforma está vacía y por unos minutos camino entre los silenciosos aviones. A pocos metros veo despegar aviones de la cabecera 05.
Como tantas veces en los últimos años estoy otra vez en el aeropuerto extrañando lo que tuve un día, pero hoy es diferente. Hoy no estoy solo para ver los aviones y regocijarme con sus formas y sonidos. Hoy estoy acá para volar.
A los pocos minutos llega un Cessna 152, dos personas van sentadas en la cabina. Una alumna y un gran amigo que será quien me escolte en este día tan especial.
Hoy soy un alumno como ayer fui un instructor. Estoy listo para hacer lo que Diego, mi instructor me indique.
Mientras terminan de hablar acerca del vuelo yo me acerco al avión y empiezo a recorrerlo con las manos. Pronto estoy con la lista de chequeo haciendo la revisión, hecha mil veces antes.
Cuando me siento en la cabina mis manos se mueven sin pensarlo y encuentran los familiares controles. Mis ojos recorren la cabina y mis manos se desplazan por los controles en este encuentro tan ansiado. Se que hace mucho que no vuelo, meses, años. Pero mis manos no lo saben y simplemente hacen aquello que hicieron tantas veces mientras realizo el ritual de prevuelo y preparo el avión y mi espiritu para salir a volar.
Pronto llega Diego e iniciamos la puesta en marcha. Espero sus instrucciones. El sólo me dice “vamos Capi” en nuestro ritual privado y se que no solo voy a volar. Voy a volar con un gran amigo, que sabe exactamente como me siento en este momento. Le pregunto que va a hacer él (volar al principio, hacer las comunicaciones, lo que el, instructor, decida) y el me contesta con un gesto. “El avión es tuyo, yo te ayudo con lo que necesites”.
Hacemos el ritual de puesta en marcha con algun comentario de Di sobre procedimientos de la escuela, cada escuela de vuelo tiene su propia forma de hacer las cosas y él es un profesional.
El roce de los comandos, el rugido del motor al ponerse en marcha. El familiar chequeo de la presión de aceite, reducción de potencia, todo es nuevo y viejo a la vez. Mil veces antes lo experimenté y lo hice. Y lo disfruto como nunca.
Con el avión listo para rodar, y guiado por Di, me comunico con la torre:
“San Fernando el ZZZ en plataforma X y para cabecera en uso. Vuelo local”.
-“ZZZ, San Fernando. Autorizado rodaje a 05 con 1023”
Ahí está, la radio y los procedimientos que tanto me costó aprender. Aun recuerdo y mi voz tiene una seguridad que me sorprende.
Mientras rodamos la frecuencia está llena de voces y casi sin quererlo me voy formando una idea de lo que pasa en el aeródromo. Estamos en la frecuencia de rodaje asique escucho como varios helicópteros negocian el rodaje a distintos puntos.
Llegamos a 90 de la pista y hacemos el chequeo prevuelo entre bromas. Por momentos, mientras la carga de trabajo es liviana vamos haciendo chistes y riendo. Cuando la carga aumenta y nos preparamos al despegue “esterilizamos” la cabina y solo hablamos del despegue y la operación.
Un rápido llamado “FDO, el ZZZ a 90 en condiciones” y su respuesta inmediata “ZZZ autorizado despegue y viraje por izquierda para 1000 y proa al canal”. Confirmo el permiso de transito y doy potencia para entrar a la pista.
El viento viene de los 320 a 5 y estamos despegando de la pista 05 asique doy alerón al a izquierda por el viento cruzado, aplico potencia suavemente y me concentro en el eje de pista. Aumenta el ruido y la vibración. El avión empieza a moverse más rápido y el velocimetro se mueve. Una rápida mirada a los instrumentos del motor, que están normales, y me concentro otra vez en el eje.
La vibración aumenta y de golpe se detiene. Estamos en el aire y sin quererlo sonrío. A 500 pies me permito un “que increible que está para volar” que Di confirma con una sonrisa y sigo concentrado en el despegue.

Nivelamos a 1000 pies proa a Benavidez y con el despegue concluido nos despedimos de San Fernando con un lacónico “ZZZ, 5 (millas) fuera” y apagamos la radio.
La zona de trabajo sobre la que volé cientos de veces antes aparece, como todo en este día, con una mezcla de novedad y antigüedad.
Volamos hacia Escobar mientras me reacostumbro al avión. Diego me propone hacer cordinación (que consiste en virajes de 30 o 40 grados a cada lado manteniendo el rumbo y la altura) para tomar contacto con el avión y estos salen como si los hubiera hecho toda mi vida. Evidentemente en mis sueños nunca dejé de volar.
Volamos en la dirección general de Escobar girando para un lado y para otro para ver una casa linda, una nube o las mil cosas que llaman la atención desde lo alto.
Llegamos a la vertical de Escobar para hacer circuitos y empiezo con la letania del aterrizaje. “Mezcla rica, combustible abierto, aire caliente afuera, reducir potencia y reducir velocidad”. El primer aterrizaje será sin flaps. El avión vuela desprolijo para mi gusto pero no inseguro. Cerca de la pista el margen es menor y me concentro totalmente. Pedal, timon, sentir el efecto suelo, aguantar el avión…”chirp” las ruedas acarician la pista aumenta la vibración. Estamos en tierra.
Doy potencia y meto aire caliente. Ahora tengo que despegar antes que se me termine la pista pero para cuando llegamos ahí el avión ya está volando comodamente.
Le pregunto a Di si lo asusté mucho pero el se rie y me dice que está todo bien.
Hacemos el siguiente circuito con flaps y si bien le falta prolijdad a las maniobras todo es seguro y el avión recompensa mi preocupación con otro toque suave.
Damos potencia y esta vez me animo con un rasante. Aceleramos sobre la pista y ya al final pego un tirón y el avión sube derecho hacia el cielo. Por un segundo el Cessna se convierte en un cohete pero pronto la velocidad cae para recordarme que después de todo ES un C-152 y no un cohete Saturno, y que mejor bajo el naso para ganar velocidad o más que un misil vamos a terminar como un submarino.
Apenas nivelo y mientras empiezo a preguntarme que hacer ahora cuando Diego me reduce la potencia y declara “Emergencia”. Simulamos la pérdida del motor y tengo que resolver la situación. Volamos ahora con el viento en la cola y estamos a 300 pies. Por un momento juego con la idea de girar hacia el viento pero estamos demasiado bajos. Apunto a un campo despejado y voy hacia allá buscando la velocidad óptima de planeo.
“Sobrevimos” a la emergencia y pronto estamos subiendo. El avión está vivo, el día hermoso y yo me siento como hace mucho que no me siento. Soy feliz.
Se acerca la hora de volver a San Fernando asique con pesar dejamos de hacer boludeces y empezamos a subir a 1000 pies para el circuito. Próximos al aeródromo prendemos la radio. Nuevamente las voces me transmiten imágenes de lo que pasa en el espacio aéreo de SADF. Otro C-152 nos procede hacia el circuito. Hay un avión en final y una escuadrilla de 3 helicópteros sobrevuela el Este de la ATZ.
Me comunico con la torre.
-“San fernando el ZZZ 5 millas fuera, regresando de local, proa al canal (de remos).”
-“ZZZ, San Fernando. Venga para la inicial de 05, vuelva lateral torre. Altimetro 1022”
-“Volveremos lateral torre con 1022”.
A medida que nos acercamos prestamos mucha atención a una antena muy alta localizada cerca del circuito. Por un momento recordamos a los dos pilotos que hace poco más de un mes fallecieron al chocar contra ella.
Ya en inicial vemos que hay dos aviones para despegar y el tráfico que nos precedía está en final corta.
Confirmo el ingreso al circuito y la torre me hace un pedido:
“ZZZ lateral torre”
“ZZZ, San Fernando. Autorizado a aterrizar. Si puede haga tráfico corto”.
La torre me está pidiendo que abrevie el circuito de tránsito para que puedan despegar los aviones que esperan sin demorarlos demasiado. La idea entonces es acortar el circuito reduciendo toda la potencia, desplegando flaps y apuntando derecho al punto de toque. No es una maniobra dificil cuando uno está “canchero” en el avión pero si se hace mal uno puede terminar aterrizando muy largo o teniendo que hacer un escape.
Yo llevo 35 minutos en vuelo que me traen el recuerdo de años de experiencia y muchas maniobras similares asique acepto la “misión” y empiezo la maniobra.
Potencia reducida, aire caliente afuera, velocidad debajo de arco blanco, full flaps, ojo con el compensador y encarar a la final. La maniobra sale horrible pero termino en final muy corta con media pista atrás y el avión listo para aterrizar (como la escuela está cerca del final de la pista 05 y esta es muy larga buscamos aterrizar largos a propósito para no estar tanto tiempo en la pista). En final corta “siento” el avión y lo voy tirando del comando para reducir la velocidad y llegar a la pérdida justo a un centimetro de la pista. La alarma se dispara justo cuando siento el contacto con las ruedas y el avión se transforma otra vez de hermoso aerodino a incómodo automovil.
Liberamos la pista y me siento orgulloso de mi “hazaña”. La vida en el aeropuerto sigue su curso y para cuando rodamos a la plataforma y detenemos el motor los aviones que nos esperaban ya despegaron hace rato.
Apagamos el motor y abrimos las ventanas y junto con el aire que entra, el silencio del motor que se extingue siento la confirmación de mi adicción.
Soy un hombre profundamente adicto y enamorado del vuelo. Meses y meses de soñar, de jugar con el flight simulator y pretender estar ahí arriba.
Mi vista aun está saturada de todos los aviones hermosos que vimos, del espectáculo de la ciudad de Buenos Aires extendida a nuestros ojos. De la estampa de los puentes de Zárate que vimos desde Escobar.
Mi olfato está saturado del olor a nafta y JP1. Mis oidos del rugido de docenas de motores.
Mi espiritu está feliz de haber vuelto a volar, de haber saciado este hambre, esta necesidad adictiva de volar y girar y ser uno con el cielo. De compartir esa pasión con mi amigo Diego, mi valiente compañero.