Su primer vuelo


Naples, Florida. Marzo del 2001
Hoy me convertí en alguien especial para una persona que nunca volveré a ver. Se llama Sharon y su familia le regaló un vuelo de bautismo por su cumpleaños de 15.
Llegó a la escuela en Naples, Florida bien temprano. La acompañaban los padres, los abuelos y un par de hermanos.
Cuando llegué al hall de la escuela estaban todos esperando. Me presenté y le dije que, como era un típico día de verano en Florida, el aire estaría un poco turbulento pero que no era nada para asustarse. Le dije esto sabiendo que había un Airmet (un boletín especial meteorológico) indicando turbulencia moderada por debajo de 3000 pies. Esto no es nada especial pero para el C-152 en que íbamos a volar iba a significar un movimiento permanente. Pero mi intrépida pasajera estaba dispuesta asique fuimos a la plataforma a buscar nuestro avión.
Mientras hacía el pre vuelo íbamos charlando y le contaba acerca del vuelo. Ibamos a despegar de la pista 5 de Naples y girar a la derecha rumbo al sur, para evitar el espacio del aeropuerto regional de Fort Myers y volar tranquilos. Le dije que probablemente el avión se movería mientras estábamos cerca del piso pero que a medida que subíamos estaría más tranquilo y más fresco.
Pronto rodábamos a la plataforma, yo volando en el asiento de la izquierda y ella en la derecha. La torre nos autorizó el despegue de inmediato y mientras girábamos hacia la costa nos avisaron que teníamos un Lear Jet que iba para la pista. Venía directo hacia nosotros asique tuve que hacer un giro escarpado para esquivarlo y nos pasó a unos metros de distancia. Nada terrible pero demasiado cerca para mi gusto
Una vez que abandonamos el congestionado espacio de Naples me pude dedicar a mi pasajera, preocupado por haberla asustado con la maniobra. Pero ella estaba disfrutando el vuelo y le había gustado ver al avión tan cercano. Había bastante turbulencia pero cuando llegamos a los 2500 pies de altura esta desapareció de pronto y el vuelo se puso muy tranquilo.
Entonces le ofrecí volar el avión con los comandos de su lado y poco a poco empezamos a jugar. Le mostré como girar el avión moviendo los alerones y como subir y bajar moviendo el timón de profundidad. En pocos minutos ella jugaba con el avión mientras que yo la miraba sonriendo, mis brazos cruzados para demostrar que no estaba volando yo el avión.
Sharon parecía indecisa entre mirar para todos lados, mover el avión como un juguete o simplemente relajarse y disfrutar todas las sensaciones y vistas que acompañan un vuelo desde la cabina de mando. Sus ojos, abiertos como globos, como intentando ver más aun, su sonrisa fascinada, sus exclamaciones ocasionales.
Es fácil, cuando uno vuela diariamente, olvidar la maravilla de volar, la fascinación increíble del horizonte que se abre ilimitado ante nosotros, las nubes que aparecen como rocas de vapor, las infinitas cosas que se ven desde lo alto.
Ver la mirada de Sharon me recordó lo afortunado que era de poder ver ese espectáculo cada día.
Volamos unos 40 minutos por el Sur de Naples, vimos las playas de Marco Island, los pantanos interminables que cubren todo el sur de Florida, el color azul oscuro del Golfo de México pero llegó la hora de volver.
Hasta ese momento Sharon había volado prácticamente sola (yo solo la ayudaba operando el compensador, el motor y dándole referencias para que apunte como “volá hacia esa nube”) y todo andaba bastante bien, pero cuando empezamos a bajar el aire se puso turbulento y ella me pidió que vuele yo el avión. Estábamos bajando, en una básica extendida para la pista 23 y el avión se empezó a mover cada vez más. A medida que se movía y maniobrábamos detrás de los otros aviones noté que se iba poniendo blanca. Para evitar que se descomponga abrí una ventana para que entre más aire y eso ayudó un poco. Pero si bien el avión se movía para todos lados nuestra velocidad sobre el piso era baja  y faltaba bastante para llegar a la pista. Era una carrera entre la escasa velocidad del avión y su palidez, que estaba pasando de blanco a amarillo, y si perdía el Cessna, iba a arruinar su regalo de cumpleaños. Cuando faltaban un par de millas para aterrizar, todavía un par de minutos de vuelo tuve una inspiración y empecé a cantarle la música de Top Gun por el intercomunicador ella se empezó a reír, por alguna extraña razón, la idea de un F-14 volando a Mach 2 comparada con nuestro humilde C-152 viajando más lento que un auto la hizo olvidar del susto, y supe que el peligro había pasado.
Hice un aterrizaje suave y en pocos minutos estábamos de vuelta en la rampa donde la esperaba su familia. Al detener el motor le pregunté si había disfrutado el vuelo y Sharon, ya con su piel de color normal, me dijo que le había encantado.
La flamante aviadora bajó del avión y empezó a contar sus aventuras mientras yo aseguraba el -152 y lo preparaba para el siguiente vuelo. Sacaron muchas fotos, una con Sharon y yo frente el avión y partieron para seguir con sus vacaciones antes de volver a su hogar en Boulder, Colorado.
No creo que vuelva a ver a Sharon, su nombre es solo una entrada en las hojas amarillentas de mi libro de vuelo. Pero juntos compartimos una experiencia especial, le di un vuelo inolvidable, una oportunidad única de volar un avión y ser dueña de su destino, y ella me dio a cambio la oportunidad de ver el mundo con sus ojos. Como si yo tampoco hubiera volado y esa tarde hubiera abierto mis alas por primera vez.

La hora mágica


Es un hecho sabido por todos que el tiempo no para por nadie y que al día sigue la noche como el invierno al otoño y la primavera al invierno. Pero en ese transcurrir del tiempo que pasa veloz hay momentos donde el tiempo parece detenerse y nos brinda postales, momentos fijos de dos momentos superpuestos.

Mi sexto vuelo en aladelta despegó del campo a esa hora mágica, especial, en el que el sol ya se ocultó en el horizonte y la tierra se prepara para la noche. En un fin de semana hermoso, en el que vi como compañeros de mis sueños se lanzaban a volar una y otra vez, tuve el privilegio de hacer el último vuelo del día. No fue un honor buscado sino consecuencia de llegar último al campo aunque, reconozco, los dos vuelos que había hecho el día anterior habían atenuado un poco mi necesidad de volar. Eso no quiere decir que le hubiera cedido mi lugar a nadie. Sólo que pude esperar mi turno sin demasiada ansiedad.

Cuando aterrizó el alumno anterior el sol ya se había escondido en el horizonte. Los preparativos del lanzamiento fueron más rápidos que otras veces. De a poco se hace más fácil meterse en el arnés, acomodarse los guantes y el casco y acomodar el cuerpo para el lanzamiento.


Finalmente llegó el momento y con un "buen vuelo" a modo de pistola de largada el Dragonfly dio potencia y arrancamos la carrera. Otra vez el pasto que corría veloz a pocos centímetros de mis ojos y luego este se alejó abriendo otra vez el horizonte. El aire estaba calmo, sin un movimiento. A medida que subíamos el horizonte se extendió ante nosotros mientras corríamos a buscar el sol. En el Oeste la mancha rojiza que había dejado pareció hacerse más sólida y supe que si hubiera subido con un cohete podría haber encontrado nuevamente al sol, allí en su escondite tras la curva del horizonte.
Pero volábamos un aladelta, no un taxi espacial, y nuestro vector de lanzamiento no eran un par de cohetes Saturno V sino el sufrido Rotax del Dragonfly. Asique ante la imposibilidad de devolvernos el sol de esta tarde de invierno, nuestro amable Dragón se contentó con girar ante nosotros y mostrarnos La Hora Mágica en todo su esplendor:
Bajo nosotros la ruta 2 estaba llena de autos, sus luces blancas como pequeños haces. Hacia el Este la ciudad de La Plata encendida y a lo lejos el brillo de Buenos Aires. Allí abajo a solo 500 metros de nuestras alas ya era de noche, pero acá arriba, mecidos por el aire frío del atardecer, volábamos en la luz. Había tanto por ver que casi resentía la necesidad de vigilar el remolque. La conversación, normalmente animada entre instructor y alumno, pareció detenerse junto con el tiempo. Estábamos detenidos en un momento sin tiempo, espacio inmóvil que sin embargo giraba ante nosotros casi como sin intervención.

Hubiera vivido en este lugar por siempre y hubiera sido feliz. Suspendidos en el cielo no había ayer, ni hoy, ni día, ni noche. Sólo un momento eterno cuando el día y la noche vivían juntos y se mostraban ante nosotros en su gran belleza. Los enormes espacios del día, los oscuros secretos de la noche, interrumpidos de vez en cuando por diamantes de luz que iluminaban lugares especiales. Sobre nosotros las estrellas más brillantes empezaban a llenar el cielo.

Abajo nuestro la pista se iba oscureciendo. Siempre disfruté volar al atardecer, y en esta tarde de invierno, dando mis primeros pasos a esta forma de volar que es casi un arte, más que una ciencia, me reencontré con mi vieja amiga la noche. Volaba otra vez, entre sol, viento y estrellas.
Pero, para bien o para mal, llegó el momento de soltarnos y al desengancharnos el tiempo pareció volver a fluir. Otra vez me dediqué a aprender el manejo del ala, a hacer correcciones y redescubrir principios olvidados de mis primeros vuelos a motor. Y rápido, muy rápido, nos acercamos a la pista y Willy tomó el control. Aterrizamos en la pista en penumbras, bajo un cielo oscuro y lleno de estrellas. Como si fuera una señal se prendieron las luces del hangar. Había llegado la noche.