Si Dios no hubiera querido que voláramos no nos habría dado el don de soñar
Un árbol
Y por momentos el ruido calla y sólo escucho silencio. Y en ese momento, el ala frena y el viento nos detiene y nos hace ir para atrás.Y el árbol que ya casi no veía, que había dejado atrás, aparece lentamente de atrás hacia adelante, riéndose de este viento que nos empuja y parece vencernos.
Pero nosotros resistimos y picando otra vez igualamos el viento. Y la batalla queda suspendida y mi ala, el viento, el árbol y yo mismo quedamos estáticos.
Y cuando veo que el árbol se agranda recuerdo que mi ala planea, que está desciendo, y que es mi hora de aterrizar.
Asique giro con lenta gracia y encaro hacia la pista de aterrizaje. Pico el ala una vez más y en pocos segundos mis ruedas de principiante se posan en la pista.
Termina así mi tercer vuelo sólo en Aladelta y camino rumbo a unos merecidos mates pensando en el vuelo. En que sienten los pájaros. En cómo ven los árboles las cosas que vuelan a su alrededor. En lo profundo de las raíces que nos atan. Y en el placer de pararnos en la rama de un árbol, abrir nuestras alas, y salir una vez más a aprender a volar.
Mi primer vuelo sólo en Aladelta. Un sueño hecho realidad.
Yo tenía alas blancas pegadas a la espalda y paseaba arriba de la ciudad. Todo se veía hermoso desde arriba. Me sentía especial. Distinto. Feliz. Mis alas tenían forma de triángulo invertido. Y cuando aterrizaba supe que eso era un sueño y me iba despertar y me sentí triste. Porque los sueños sueños son.
Eso es todo lo que recuerdo de mi sueño. Y esas imágenes y sensaciones me acompañaron a lo largo de mi vida y se convirtieron en mi norte y mi sur. Mi mayor deseo si podía lograrlo. Y mi peor pesadilla si no podía. Porque después de todo, que tenemos en la vida sino sueños. Y si no podemos hacerlos realidad entonces sólo nos queda vivir.
Y así pasaron los años. El chico que fui se convirtió en adolecente y pobló sus cuartos de fotos y maquetas de aviones. Construí el Foker triplano del Barón Rojo e imaginé ser Randy Cuningham volando su F-4J sobre los cielos de Vietnam. Y lei una y otra vez de los pioneros que fueron construyendo el mundo de la aviación con sus sueños, su sudor y muchas veces aun su sangre.
Y el adolecente se hizo grande y empezó a volar en aviones de verdad. Y una mañana del año 94 hizo su primer vuelo sólo en un PA-11 y supo que el niño aun vivía en su interior y que su sueño vivía con él.
Y los años siguieron pasando y el joven se hizo grande y se fue de su casa y se fue lejos de los cielos de la Cruz del Sur, y sus periplos lo llevaron bajo la Estrella Polar. Y un día el mismo se encontró enseñando a otros como él esta disciplina que es el vuelo. Pero mientras recorría los cielos en aviones de cabina cerrada y enseñaba procedimientos de vuelo por instrumentos y las reglamentaciones de aviación, ese niño que habitaba en el joven se preguntaba si el vuelo era ese montón de listas, instrumentos y procedimientos que había aprendido y hecho propios.
Que pasaría se preguntaba este niño-hombre si el vuelo fuera puro placer y se despojara de toda la pompa y circunstancia que había aprendido y hecho propias con los años. Eran preguntas que se hacía ocasionalmente cuando sus vuelos lo llevaban hasta una nube y podía tocarla. O cuando un rasante intrépido le mostraba la vida desde 4 metros de altura.
Y este joven que fue un niño y que tuvo un sueño siguió con su vida. Y sin saberlo siguió buscando concretar ese sueño que sabía que estaba lejos aun, aunque el hombre en el que habitaba creía, equivocadamente como creen tantos adultos, que ya había cumplido el sueño.
Y ese hombre que soy yo un día se encontró con un Aladelta, y mi vida cambió otra vez. Porqué me encontré de nuevo con el sueño de volar. Tan puro como el primer día hace más de 20 años en que tocó mi vida. Y entonces supe que todo el camino que había recorrido no eran más que los primeros escalones de un camino que sigue por mucho tiempo, y que lleva, indefectiblemente, al cielo.
Toda esta introducción nos lleva a la tarde de ayer. Tarde de verano del año 2011. Estamos en Flyranch, a unos kilómetros al Oeste de La Plata, y estoy haciendo el curso de vuelo en Aladelta. Los instructores ya se pronunciaron y estoy listo para volar sólo.
Estoy colgado en el arnés y atado a un Ala modelo Falcon 195. Escucho atento las instrucciones de Flavio mientras me preparo para volar. Estoy excitado y tengo una mezcla de alegría y miedo. Y repito para mis adentros la frase popularizada por el libro "The Right Stuff": "Dios, por favor no me dejes hacer cagadas".
Y demasiado rápido llega el momento en que todo está listo y el Dragonfly empieza a rodar y yo lo sigo. Sólo en mi primer vuelo en Aladelta. Y toda mi experiencia en aviones, no cuenta para nada. El ala se sacude con un rotor y espero el confortable sacudón del instructor arreglando el ala. Y no llega. Y en ese momento se que estoy sólo.
Y entonces me concentro en buscar la posición ideal del Dragon y entonces realmente empiezo a volar.
Hoy el remolcador me lleva suavemente. Casi con cuidado. Sus virajes son suaves y el aire está quieto. Tras unos momentos descubro que puedo volar sin pensar en cada movimiento y entonces me relajo y empiezo a disfrutar el vuelo, dejando que sea mi cuerpo quien corrija el ala. Entonces empiezo a mirar el paisaje y descubro que estoy en La Hora Mágica (http://aviadoresdelacruzdelsur.blogspot.com/2010/08/la-hora-magica.html) y todo se hace más dulce aun. Es la hora perfecta para el momento perfecto.
Llega el momento en que el remolcador me hace señas para soltarme y de pronto se hace el silencio. Estoy sólo. Y estoy volando. Miro hacia atrás y solo veo mis alas blancas que flamean suavemente. Y el niño que fui, ese que nunca dejó de soñar con revivir este momento toma el control y me dejo llevar. Y soy feliz. Porque vuelo y sueño y el mundo es hermoso. Y soy un hombre y un chico. Y mi sueño es realidad. Y sólo puedo expresar tanta felicidad gritándole al cielo con toda mi fuerza: ¡Vuelo! ¡Sueño otra vez! Pero es realidad. Y mi sueño que se convirtió en deseo ahora está presente. Y estoy flotando en esta hora dorada. Y el sol y la luna me saludan. Y las luces de la noche. Y el viento. La voz del viento que habla claramente ahora. Me habla de posibilidades infinitas y promete estar siempre acá arriba.
Viento amigo mío. Que placer escucharte al fin.
Giro sobre mis alas una y otra vez y río y lloro porque este sueño hecho realidad es la culminación y el principio de muchas cosas. Y en este momento de dicha pienso en todas las personas que me acompañaron en el sueño y en sus caras, sonrisas, consejos.
Pero ahora veo mi altura y tengo que pensar en el aterrizaje y el niño le cede a regañadientes al adulto los controles bajo la palabra de honor de volver a este lugar, a este cielo que amo tanto como la vida. Y me preparo para el aterrizaje y me concentro en los ángulos y la altura y busco un punto y conozco de a poco estas alas nuevas que me llevan más lejos de lo que siempre fui con la tándem.
Encaro la final y estoy alto y de a poco voy descendiendo y en pocos segundos me poso en el piso. Me incorporo suavemente como despertando de otro sueño pero uno de verdad. Sólo esperé 25 años a que se haga realidad. Y fueron pocos a juzgar por como me siento. Y miro el cielo que se apaga y las estrellas que se prenden. Y llegan todas estas personas, todos estos amigos estas personas que conocí en Flyranch. Y llegan las felicitaciones y la alegría y el agradecimiento. El primero que llega al Ala es Willy. Mi primer instructor y el último con que volé. Y nos fundimos en un abrazo. Y llega Flavio y Mariana, y Claudio, y Adri. Y Lucho. que aterrizó hace pocos momentos de su propio primer vuelo.Y tantas personas que quiero tanto, aunque pocos meses antes no los conocía. Como decir gracias por cumplir un sueño. Como agradecer tantos consejos, mates, vuelos hermosos, cagadas a pedos, consejos, risas, cervezas.
Estoy en tierra y extraño el cielo. Pero en este lugar, en Flyranch, estoy muy cerquita. Casi tocándolo. Y mientras el adulto que soy se deja llevar por la felicidad y se entrega a las celebraciones y la camaradería de los locos del aire, el niño que fui me guiña un ojo y me susurra: "nos vemos pronto".
Preparandome para volar. |
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Preparados para el despegue. Willy tensa la soga para atarme el remolcador. |
Volviendo del vuelo y próximo a a aterrizar. |
En final corta. Faltan pocos metros para aterrizar.
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Vivo
Cumpleaños aeronáutico
Ernest K. Gann, uno de los primeros aviadores escritores, dijo una vez que cuando dos pilotos se conocen pueden pasar dos cosas: Se hacen instantáneamente amigos o eligen, silenciosamente, ser extraños para siempre. En Flyranch me encuentro cada vez que voy con estas personas. Amigos todos, de habernos visto cien veces o una sola.
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Tormenta sobre Flyranch |
El zen del piloto
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Olvidar debes todo lo aprendido |
El alumno charla con el instructor después de un vuelo:
-No entiendo que me falta para volar sólo. Se toda la teoría. Me siento cómodo en el aire. Pero aun así no avanzamos a la próxima etapa
-¿Te molesta volar conmigo?
-No. Pero quiero quiero volar sólo, ya aprendí mucho.
-¿Y estás tan seguro de que sabes tanto?
-Si.
-Entonces sabé también que cuando te olvides de todo lo que sabés y lo apliques directamente y cuando te olvides que estás conmigo y vueles como si estuvieras sólo, entonces va a llegar tu momento. Mientras tanto disfrutá y no pienses tanto!
Aladelta, etapa intermedia
Los movimientos en el ala ya son casi naturales. El tiempo entre que el remolcador nos suelta y llegamos a la pista está compuesto de minutos eternos de felicidad. Todo pasa rápido y a la vez lento. Mi experiencia con aviones me sirve para reconocer el circuito y el efecto que tiene el viento en la trayectoria. No me sirve para estimar la altura, ya que siempre tuve un simpático altímetro que me ahorraba pensar en eso.
En el Ala la altura se mide por ángulo y de a poco le voy tomando la mano. Mantener el ángulo correcto da la altura óptima para la aproximación. Cada vez me resulta más natural "sentir" el ala. Volar sin guantes ayuda, ya que la barra transmite mensajes muy claros, cuando relajo las manos para poder escucharlos.

No puedo decir que vea mucho en esta etapa del vuelo. Los vuelos a media altura duran un promedio de 7 minutos y desde que el Dragón da potencia hasta que nos detenemos en la pista todo pasa muy rápido. Mi mirada busca solo los mejores lugares para aterrizar, la posición del remolcador, el espacio aéreo alrededor nuestro para evitar conflictos.
El tema del remolque es lo más ajeno a mi experiencia hasta ahora. Los principios son simples, mantener una posición óptima en relación al Dragonfly. Aplicarlos en el entorno dinámico del vuelo, con el avión, el ala y el aire en movimiento continuo es más difícil. Todavía no logré mantener una altura óptima, especialmente en los virajes. Voy aprendiendo pequeños trucos para mantener la posición, pero se que mientras yo analizo y observo mi cuerpo aprende, simplemente, a volar.
Es como aprender a manejar un auto. Al principio uno debe pensar para poner Primera. Al tiempo uno maneja, habla con el acompañante y discute filosofía mientras maniobra entre el tráfico de la hora pico. Entiendo, como instructor, el proceso de aprendizaje. Experimentarlo en carne propia en algo que no me resulta familiar es aun mejor.
Es una camino hermoso para recorrer aunque sea mucho trabajo. Lo mejor de estos vuelos es discutirlos con los otros pilotos cuando bajamos, cerveza de por medio. O recordar pequeñas fotos que saca mi mente como si fueran Polaroids. La sombra del avión y el ala sobrevolando la pista a 100 metros, el atardecer sobre el Rio y la ciudad de la plata, la satisfacción de ver subir el avión de pronto y anticipar la térmica que encontramos cinco segundos después.
Continuo aprendiendo de esta forma de volar que es más arte que ciencia. Dejo las reflexiones para abajo, para las charlas con los instructores y los alumnos. Y espero ansioso el próximo vuelo para aplicarlas.
Una tarde en Flyranch
Mientras tanto una pareja espera para hacer un vuelo de bautismo. Grupos de instructores, alumnos, pilotos, aviadores en suma, se entrecruzan entre si.
Circulan mates, facturas y toda comida de ocasión. Los chicos corren y el campo se llena de alas.
Empiezan los despegues y mientras en el cielo se entrecruzan nubes distintas aquí abajo se entrecruzan profesiones distintas. Seres muy distintos unidos por una única pasión: Volar.
Momentos compartidos mirando nubes, discutiendo teorías aerodinámicas o los ultimes juguetes para el piloto moderno.
Los primeros pilotos empiezan a volver e intercambian opioniones expertas. Cada tanto un ruido raro, un aterrizaje violento, concentran la atención de todos los presentes y un silencio cae sobre el campo.
Cae la tarde y los alumnos salen a la pista. Es el momento de volar.
La hora mágica
Mi sexto vuelo en aladelta despegó del campo a esa hora mágica, especial, en el que el sol ya se ocultó en el horizonte y la tierra se prepara para la noche. En un fin de semana hermoso, en el que vi como compañeros de mis sueños se lanzaban a volar una y otra vez, tuve el privilegio de hacer el último vuelo del día. No fue un honor buscado sino consecuencia de llegar último al campo aunque, reconozco, los dos vuelos que había hecho el día anterior habían atenuado un poco mi necesidad de volar. Eso no quiere decir que le hubiera cedido mi lugar a nadie. Sólo que pude esperar mi turno sin demasiada ansiedad.
Cuando aterrizó el alumno anterior el sol ya se había escondido en el horizonte. Los preparativos del lanzamiento fueron más rápidos que otras veces. De a poco se hace más fácil meterse en el arnés, acomodarse los guantes y el casco y acomodar el cuerpo para el lanzamiento.
Finalmente llegó el momento y con un "buen vuelo" a modo de pistola de largada el Dragonfly dio potencia y arrancamos la carrera. Otra vez el pasto que corría veloz a pocos centímetros de mis ojos y luego este se alejó abriendo otra vez el horizonte. El aire estaba calmo, sin un movimiento. A medida que subíamos el horizonte se extendió ante nosotros mientras corríamos a buscar el sol. En el Oeste la mancha rojiza que había dejado pareció hacerse más sólida y supe que si hubiera subido con un cohete podría haber encontrado nuevamente al sol, allí en su escondite tras la curva del horizonte.
Pero volábamos un aladelta, no un taxi espacial, y nuestro vector de lanzamiento no eran un par de cohetes Saturno V sino el sufrido Rotax del Dragonfly. Asique ante la imposibilidad de devolvernos el sol de esta tarde de invierno, nuestro amable Dragón se contentó con girar ante nosotros y mostrarnos La Hora Mágica en todo su esplendor:
Bajo nosotros la ruta 2 estaba llena de autos, sus luces blancas como pequeños haces. Hacia el Este la ciudad de La Plata encendida y a lo lejos el brillo de Buenos Aires. Allí abajo a solo 500 metros de nuestras alas ya era de noche, pero acá arriba, mecidos por el aire frío del atardecer, volábamos en la luz. Había tanto por ver que casi resentía la necesidad de vigilar el remolque. La conversación, normalmente animada entre instructor y alumno, pareció detenerse junto con el tiempo. Estábamos detenidos en un momento sin tiempo, espacio inmóvil que sin embargo giraba ante nosotros casi como sin intervención.
Hubiera vivido en este lugar por siempre y hubiera sido feliz. Suspendidos en el cielo no había ayer, ni hoy, ni día, ni noche. Sólo un momento eterno cuando el día y la noche vivían juntos y se mostraban ante nosotros en su gran belleza. Los enormes espacios del día, los oscuros secretos de la noche, interrumpidos de vez en cuando por diamantes de luz que iluminaban lugares especiales. Sobre nosotros las estrellas más brillantes empezaban a llenar el cielo.
Abajo nuestro la pista se iba oscureciendo. Siempre disfruté volar al atardecer, y en esta tarde de invierno, dando mis primeros pasos a esta forma de volar que es casi un arte, más que una ciencia, me reencontré con mi vieja amiga la noche. Volaba otra vez, entre sol, viento y estrellas.
Mis primeros vuelos en aladelta
Siempre soñé con volar. En mis fantasías volaba como Superman y era uno con el cielo. Con los años esas fantasías me llevaron a recorrer lugares y experimentar grandes vuelos, estos si, de verdad.
A los 17 despegué por primera vez en la cabina de un avión, un Cessna 152, el LV-OOJ. En ese vuelo pasó algo mágico que no descubrí hasta mucho tiempo después, y es que una parte de mi corazón se quedó ahí arriba, jugando entre las nubes.
Hoy tengo 35 años y más de 1500 horas volando aviones como ese Cessna de mi adolescencia. Volé en aviones chicos y grandes, mono y bimotores, de día y de noche, con buen y mal tiempo. Volé una vez en helicóptero y, hace no mucho, en un parapente. Volé en un planeador e hice algunos vuelos en ultraliviano. Y disfruté la excitación de la caída libre que acompaña al salto en paracaídas.
En cada vuelo me sentí feliz de estar ahí arriba, tanto si era el valiente piloto resolviendo una emergencia o aterrizando con precisión en medio de la noche, como cuando era un pasajero cualunque, mirando por la ventanilla de un 737 que despegaba.
Pero en esta larga jornada hubo un modo de volar que siempre quise probar: el aladelta.
¿Que tiene de especial un aladelta que lo hace diferente de todas esas otras formas de volar? Es difícil de explicar. Tal vez la imagen del piloto recostado baja el ala, dueño de su destino, tal vez la fascinación para el piloto acostumbrado a volar en una cabina, de sentir el viento en la cara, sin otro instrumento que el cuerpo.
Tal vez la fascinación de ser artífice de mi destino y volar mientras me habilidad me permita encontrar térmicas que me sostengan y no mientras el combustible no se acabe.
Sea por la razón que sea ayer, día de mi primer vuelo en aladelta, estaba excitado como un chico en vísperas de navidad. Miraba los reportes meteorológicos y los sutiles indicadores del viento por la ventana de mi casa.
Cuando llegué al campo la plataforma estaba llena de alas y mientras caminaba hacia ellas vi como el Dragonfly (el avión remolcador) llevaba una para lo alto. Hay algo mágico en esos dos pájaros que se elevan atados por una delgada soga, el primero ruidoso y desgarbado, con un piloto sentado a horcajadas, el segundo siguiéndolo en silencio, un piloto acostado y haciendo suaves movimientos para seguirlo.
Me reuní con mi instructor y empezamos el briefing. Hablamos del vuelo, del curso, de lo que haríamos y cómo. De que hacer y que no. De los errores más comunes, del vuelo en general.
Finalmente llegó el momento del despegue. Estábamos montados en nuestros respectivos arneses y colgados del ala, yo debajo y el arriba. La pista abierta por delante nuestro. Yo solo veía el pasto, el avión a unos metros adelante y poco más.
El Dragonfly aceleró el motor y la cuerda que nos remolcaba se tensó. Empezamos a correr más rápido y en pocos metros despegamos. El viento me hacia llorar los ojos, o era la emoción de volar otra vez, y mi campo de visión se fue ampliando. El instructor volaba en esta fase del vuelo y me iba señalando cosas. Yo miraba para todos lados y trataba de entender que pasaba. El remolcador se movía adelante nuestro. Hay una posición ideal de remolque y que consiste en que el aladelta vaya ligeramente atrás y ligeramente a la izquierda del Dragonfly. El significado de “ligeramente” solo puede entenderse experimentando la sensación. Hay referencias que se van usando pero cuesta entender todo.
Si bien la experiencia de volar me resultaba familiar, el hecho de no tener instrumentos que me informen o la cabina del avión alrededor me desorientaba un poco. Me sentía como desnudo. No sabía a que altura volábamos (sólo que nos iban a soltar a unos 2000 pies o 600 metros del piso) ni a que velocidad. Además el aladelta se vuela de forma totalmente distinta al avión. En el segundo el piloto opera comandos, principalmente la palanca o yoke, los pedales que manejan el timón de dirección y el motor. En el aladelta el piloto desplaza su cuerpo y eso hace que ala gire, suba y baje y acelere o frene. Como dicen los instructores, el cuerpo es el comando. Y la vista, el oído y los otros sentidos son los indicadores.
Me sentía raro colgado ahí. En un momento me solté de la barra de comando y dejé caer mis brazos, colgaba a metros del piso y el viento me pegaba en la cara. Ya estábamos altos asique se veía muchísimo. Hacia un lado estaba la ciudad de La plata y el Rio de la Plata. Me sentía cómodo, sentía que el aire me sostenía y el viento en la cara acentuaba la sensación de volar.
Era como andar en moto pero más alto. Como soñar, pero despierto.
Finalmente llegó el momento de desengancharnos del remolcador y con un “snap” soltamos el cabo. En segundos despareció el ruido de corta pasto del Dragonfly y el aladelta pareció frenarse en el aire. Ahora todo estaba silencioso.
En ese momento empezamos formalmente la lección. El instructor me empezó a explicar y empezamos el vuelo. Hicimos giros y me mostró una pérdida de sustentación. Fuimos maniobrando y probando cosas. Paradójicamente no me quedó demasiado registro de esta fase del vuelo ya que estaba demasiado concentrado en aprender. Pensando en esa parte me pregunto si estaba todo tan silencioso como supuse que estaría, pero no lo se. Creo que escuchaba un sonido, la voz del viento, pero sus palabras no significaban nada para mí. De alguna forma era un extraño. Seguramente con el tiempo iré aprendiendo.
Intenté maniobrar con mi cuerpo como me explicaba mi instructor y por momentos el aladelta parecía hacer lo que yo quería que hiciera. Pero no me da vergüenza decir que en este primer encuentro entre el jinete y su montura ganó la montura. Por lejos.
Demasiado pronto se hizo la hora de aterrizar y, a medida que perdíamos altura, mi instructor tomó definitivamente el comando y pronto estábamos en una inicial por izquierda. Esta fue la única fase del vuelo que me pareció familiar. Cuando estábamos en una final corta picamos el ala para asegurar el control en los últimos metros de altura. El suelo se acercó y se siguió acercando hasta que nivelamos con el pasto de la pista a pocos centímetros de mi nariz. Finalmente el ala se posó sobre unas ruedas montadas en el trapecio y se detuvo.
Fue como despertar de un sueño. Un sueño de viento, sol, pasto y tierra. De sonidos raros, de imágenes familiares
Finalmente me saqué con trabajo el arnés que me ataba al ala y me quedé parado unos momentos.
Mientras intentaba entender todo lo que había pasado en los pocos minutos de vuelo mi instructor me dijo que había tiempo para un segundo vuelo y acepté encantado.
En ese segundo vuelo volví a experimentar todo pero con más detalle. La imagen que me quedó de ese segundo vuelo fue el sol sobre el horizonte, anaranjado y enorme y el cielo despejado alrededor nuestro. Y la imagen hermosa del Dragonfly volando adelante nuestro y, luego de soltarnos, desciendo rápidamente rumbo a la pista.
Esta vez cuando bajamos si abandonamos la pista y mientras caía la noche desarmamos el aladelta.