Hojas en el viento

La vida nos lleva por donde quiere llevarnos.
Y nosotros creemos controlarla con cursos, planes y proyectos
Nos imaginamos que así somos dueños de nuestro destino
Y no que somos impotentes como hojas en el viento

Nos pasan cosas cada día
Y creemos que podemos cambiarlas
Que alcanza nuestra voluntad y energía
Para dejar de ser arrastrados por el viento

Vivimos con miedo a lo malo y esperanza por lo bueno
Y pensamos que es posible saber que vendrá y cuando lo hará
Pero lo que siempre descubrimos, cuando lo malo no pasa y lo bueno no llega
Es que el viento es más fuerte que nosotros

Soy una hoja en el viento
Le canto a la lluvia para que no me arrastre al suelo
Le imploro al aire para que me lleve bien alto
Me entrego a sus caprichos con infundada esperanza

Pero lo que descubro, tarde o temprano
Es que soy sólo una hoja flotando en el viento
Impotente ante su bondad o maldad.
Y solo el sabe a donde me lleva 

Volar es para los pájaros

Volar es para los pájaros, dicen algunos. Y es difícil contradecirlos. Aunque yo se que no es cierto. Por que todos tenemos un destino. Hay quienes nacen para vivir en el mar, los que están destinados a enseñar a otros, los que pasan felices por la vida sin hacerse preguntas incómodas como estas, y están los que nacen para volar.
No es fácil explicar que hay en en el vuelo que sea tan maravilloso. ¿Es tal vez la perspectiva de ver todo desde lo alto? ¿La excitación de resolver un aterrizaje difícil o una emergencia? ¿El contacto con la naturaleza, donde los elementos no son una inconveniencia en nuestras vidas de siempre, sino factores relevantes que determinan si podemos volar, cuanto y hasta a donde? ¿La maravilla indescriptible de volar entre nubes y poder extender nuestras manos para, literalmente, tocarlas?
Supongo que es difícil de entender pero es así. Volar para mi es vivir más intensamente. Es como soñar. Pero es un sueño que uno sabe que es real. Como un gran deseo cumplido.
La literatura está llena de relatos de hombres que no pudieron vivir felices hasta recorrer el mar. Hombres cuyo elemento primigenio era el salado líquido. Pero también hay otros hombres que sintieron un deseo análogo por el aire. Que al ver volar a los pájaros sintieron que ese es un don demasiado precioso para ser disfrutado sólo por los que nacen con alas.
Y allí fueron Leonardo Davinci, los hermanos Montgolffier y Write. Antoine Exuperí, etc... son muchos los hombres que contribuyeron al gran sueño del hombre.
¿Porqué volar es solo para los pájaros? Si la naturaleza nos dio inteligencia justo es que la usemos para alcanzar lo que ella no consideró necesario darnos. Porque volar no es solo para los pájaros. Volar es para todos aquellos que nacimos con alas en el corazón.

El Vasco aprende a volar

El paso del tiempo hace que algunas cosas se puedan apreciar mejor a la distancia pero otras siguen siendo un poco misteriosas. El vasco era ya un hombre grande cuando comenzó con el curso de piloto, tenía su personalidad y no andaba con medias tintas. Era un poco caprichoso, duro y muy apasionado. Él quería que las cosas se hiciesen como él decía sino se enojaba y mandaba todo al mismísimo demonio pero era un buen tipo, trabajador, entusiasta y “seguidor como perro e´sulki”… y él quería aprender a volar.
Instructor Cuniberti junto al PA-18
 Cuando Luis Cuniberti llegó como instructor - al todavía en proyecto – Aeroclub Ushuaia, organizó el tercer curso estaban los alumnos del instructor anterior que todavía no habían podido terminar y había que hacer con ellos la última parte del curso aunque ya tenían su patente; estaban los seis nuevos alumnos y uno extra, el Vasco.



Luisito tomaría las riendas del PA-18 y Vladi, el novel piloto pero con más instrucción hasta ese momento, lo ayudaría con el PA-12 mientras hacía sus primeras armas como piloto de seguridad.
El Piper PA-18 tenía dos asientos en fila y doble comando. Así, en los vuelos de instrucción, el alumno se ubicaba adelante y el instructor atrás para supervisarlo y entrar en acción si así lo requerían las maniobras. Desde esta posición el instructor podía corregir el timón, dar explicaciones y sobre todo hacer que en cada salida el aspirante a piloto pudiera sentirse cada vez más seguro y parte integrante de tan noble máquina. Cuantas más salidas y más experiencia adquiría el alumno, menos eran las intervenciones del instructor con los comandos y vuelta a vuelta podía disfrutar de los avances que veía en cada uno de sus alumnos.
Era muy especial la sensación del alumno cuando sentía ambas manos del instructor en sus hombros pues esto significaba que él era quien tenía todo el control del avión y estaba volando “casi” solo.
Así pasaba con cada uno de los alumnos y uno de ellos era el Vasco.
No le resultaba sencilla la experiencia de volar. Se le amontonaban los sentimientos en una mezcla rara que a veces le jugaban en contra. La ansiedad por aprender tantas cosas nuevas, el apurón por ponerlas en práctica, los nervios ante la posibilidad de no lograrlo. Un cóctel complicado, difícil de tragar. 
―¡Está volando solo! ―le decía Luisito tratando de explicarle que él no tenía el timón.
―¡No, no vuelo! ¡No estoy volando solo! ―retrucaba el Vasco, creyendo imposible lo que estaba viviendo.
―¡Vuela solo, tiene que tener confianza en usted! ―volvía a la carga Luisito.
Pero el Vasco no estaba tan errado. Algo intuía. Y la verdad era que se ponía tan duro y tan nervioso que no acertaba maniobra alguna y Luisito con las dos manos en sus hombros trataba de trasmitirle seguridad aunque él corregía las maniobras manejando el timón con la rodilla.
Para esta altura del curso, ya todos los alumnos habían volado solos y el Vasco no parecía estar muy cerca de aquella anhelada experiencia y él lo sabía.
No era una situación envidiable ni para él ni para el instructor. El Vasco, mejor que nadie, se daba cuenta de lo que pasaba y el instructor no podía probar porque sí. Cualquier error, cualquier equivocación podía ser fatal. No era como manejar un auto que ante una eventualidad, se puede dejar al costado del camino y seguir a pie. En el aire no se puede estacionar, no se puede caminar, no se puede poner en punto muerto y esperar.
El tema del Vasco lo perseguía a Luisito sin descanso, era una obsesión, un trauma. “Hoy lo largo, va a venir inspirado”, se decía Luisito con entusiasmo y ese día el Vasco tenía todas las luces apagadas. Si venía bien y podía ser el gran día, las condiciones meteorológicas no eran las que necesitaba su alumno para largarlo solo y quedarse tranquilo abajo mirándolo solo allá arriba. No había caso, parecía que el día no quería llegar. Hasta que llegó.
Una tarde, alrededor de las 16, había una calma chicha especial para que el Vasco intentara volar solo. Ya no soportaba más esa situación ni él como alumno ni Luis como instructor. En la intimidad él había confesado que su único objetivo era volar solo una vez y que luego no volvería hacerlo. El Vasco era vasco en serio.
Esa tarde, a pesar de ser una hora difícil desde el punto de vista meteorológico, la calma se mantenía y se decidió: “Hoy lo largo”, se dijo Luisito en tono de sentencia. Los tanques de combustibles del avión estaban llenos y mientras repasaba todos los detalles se volvía a repetir como para terminar de convencerse: “Hoy lo largo, hoy lo largo. Que sea lo que Dios quiera pero hoy lo largo”.
La tarde no podía ser mejor, no había ni una gota de viento motivo por el cual se podía despegar y aterrizar por cualquier lado.
Primero salió con él y lo hizo aterrizar para un lado y para el otro. El Vasco estaba inspirado y andaba bien, muy bien. Otra vez, para darle confianza, Luisito lo tocaba con las manos en los hombros pero el Vasco saltó y le dijo:
―¡Usted me lo toca!, haciendo alusión que Luis igual le tocaba el timón de alguna manera.
―¡Mire, para que vea que no lo toco, cuando pase por la pista, tiro la palanca por la ventanilla!
Y así fue. Voló la palanca y cayó. La gente que estaba en tierra y que conocía la historia del Vasco estaba muda, no volaba ni una mosca entre ellos pero empezaron a hacer llamadas telefónicas comentando la situación y se llenó de gente el aeroclub.
El Vasco se daba cuenta de los que pasaba pero hizo todo bien y además, ahora sí era cierto que Luisito no tocaba nada, el timón de atrás ya no estaba donde debía. Dieron otra vuelta y aterrizaron en al cabecera que daba al aeropuerto nuevo, para la 1-6, y el instructor se bajó.
―¡Ahora, salga solo! ―dijo Luisito con firmeza como para darle confianza.
Y salió. Pero se olvidó que el instructor ya no estaba atrás con su peso y que llevaba cincuenta y pico de kilos menos y no calculó la incidencia. ¡Salió tan rápido hacia arriba que cuando pasó por el hangar ya estaba a unos 300 metros de altura!
Llegó arriba de la bahía, hizo un viraje y Luisito desde abajo se comía hasta los codos de los nervios. Todo el pueblo estaba en el aeroclub, nunca se había visto tanta gente reunida. El Vasco era todo un símbolo. Todos querían que pudiera cumplir ese sueño con el que se había encaprichado, todos deseaban que lo lograra. 
Aeropuerto de Ushuaia visto desde el PA-18
 Pero Luisito estaba abajo y el Vasco solo arriba.
Este PA-18 tenía, tanto en la butaca de adelante como en la de atrás, un acelerador que pivoteaba sobre su propio eje. Había que agarrarlo desde arriba para que pudiera recorrer libremente los 180° pues si se lo tomaba con toda la mano como un joystick ésta hacía de tope y no permitía llegar al final del recorrido, tanto para acelerar como para desacelerar.
Luisito le había explicado el tema del acelerador hasta el cansancio antes de dejarlo solo con el Piper, pero el Vasco estaba muy nervioso. Ya le había dicho que tenía que tomarlo desde arriba para que cuando desacelerara pudiera reducir todo, pero el Vasco estaba duro, tenso. Él reducía pero dejaba toda la mano en el acelerador lo que no le permitía bajar de revoluciones y quedaba en 800 o 900 vueltas y el alerón volaba como si nada.
En una de las vueltas, presentó el avioncito como para que saliera perfecto, estaba para un 10. Venía muy bien enfilado pero –con esta historia del acelerador- no redujo todo lo necesario por la posición de su mano, entonces el “Pipercito” no bajaba, volaba y cuando se le terminaba la pista de aterrizaje le daba motor y salía nuevamente para la bahía.
Habría que haber filmado la escena: Luisito estaba cada vez más nervioso y lo peor era que sabía exactamente lo que estaba pasando, sabía exactamente qué era lo que el Vasco hacía mal, pero él estaba abajo y el Vasco volando. Luis se acercaba cada vez más a la pista como para hacerle alguna seña pero no había caso, no había manera de indicarle qué era lo que hacía mal.
En otra de las vueltas, en lugar de salir hacia adelante e intentar otro aterrizaje hizo un viraje y se fue para donde estaba la gente, bajó en velocidad crucero, como si fuera de Ushuaia a La Quiaca y siguió.
Ahora sí estaba totalmente nervioso porque a esa altura de la situación ni reducía ni lo presentaba ni nada. Lo levantaba, se iba al medio del canal y lo traía. Era una pinturita como lo traía pero cuando lo ponía cerca del suelo, otra vez no reducía, se terminaba la pista y otra vez arriba. Llegaba arriba de la ciudad y en vez de dar la vuelta, desde allá se mandaba y cada vez la cosa se ponía más fiera. Mientras tanto, Luisito corría de un lado para el otro sin saber muy bien qué hacer. Estaba preocupado en serio porque en vez de mejorar cada vez iba peor. ¡Ya no daba más, nadie daba más!.
En una de esas pasadas, Luisito se acercó lo más que pudo al avión y se colgó del montante; como tenía la ventanilla corrediza abierta –debiera estar transpirando como nunca en su vida- al colgarse del montante, el Vasco seguía sin reducir y él colgado no le tocaban las piernas el sueldo; se corrió por el montante y finalmente pudo reducir el acelerador y aterrizar.
Todos los que estaban en tierra estaban más locos que el instructor y fueron corriendo a la pista y lo bañaron con aceite de motores a modo de bautismo.
Después de una hora y pico en el aire, el Vasco había cumplido su sueño. Se fue a su casa y no volvió nunca más por el aeroclub.

Anécdota del libro aún inédito: " Los aviadores del fin del Mundo" de Roberto Litvachkes y Fabiana Lizarralde.


Una tarde en Flyranch

Es el mediodía y el cielo se empieza a llenar de nubes. Los aladeltistas llegan de a poco y pronto lo primeros emprenden la partida. Promete un buen día pero no lo sabrán hasta despegar.
Mientras tanto una pareja espera para hacer un vuelo de bautismo. Grupos de instructores, alumnos, pilotos, aviadores en suma, se entrecruzan entre si.
Circulan mates, facturas y toda comida de ocasión. Los chicos corren y el campo se llena de alas.
Empiezan los despegues y mientras en el cielo se entrecruzan nubes distintas aquí abajo se entrecruzan profesiones distintas. Seres muy distintos unidos por una única pasión: Volar.
Momentos compartidos mirando nubes, discutiendo teorías aerodinámicas o los ultimes juguetes para el piloto moderno.
Los primeros pilotos empiezan a volver e intercambian opioniones expertas. Cada tanto un ruido raro, un aterrizaje violento, concentran la atención de todos los presentes y un silencio cae sobre el campo.
Cae la tarde y los alumnos salen a la pista. Es el momento de volar.